Mónica Lavín
Cuando nos mudamos a Presidente Carranza en Coyoacán, yo iba en primaria. La aventura era cruzar el lote baldío frente a la casa para llegar al otro lado donde estaba la pulquería, hoy La ruta de la seda y antes de eso la papelería que nos suministraba los enseres escolares: papel carbón, un sello y su cojinete, ligas. Objetos que ya no usamos. Las amigas, que invitaba a menudo, ansiaban que camináramos a la Siberia en el Zócalo de Coyoacán para pedir nieve de limón. Coyoacán no sólo ostentaba sus casonas coloniales, sus árboles robustos, que permitían que el Robinson, el vagabundo de la colonia, durmiera dentro de uno, y sus campanadas de iglesia sino sus sabores. Tan es así que cuando Martín Casillas inauguró La Plaza. Crónicas de la vida cultural y me invitó a colaborar, cuando yo aún no publicaba un libro, pedí escribir sobre comer en Coyoacán; mi sección se llamó “A la carta”.
“A la carta” me dio el pretexto para volcar mis callejoneadas, mis curioseos del paladar, los asideros paladeables del barrio. Recordaba los tacos que comíamos en la esquina de Carrillo Puerto y Miguel Ángel de Quevedo, donde bastaba conservar los papelitos engrasados para pagar la cuenta, y una extraña cervecería de sótano por las calles de Artes, y El Coyote Flaco en la bellísima casa que fue de Francisco Sosa en la calle que lleva su nombre: un patio iluminado con velas, un lugar donde ir los domingos en familia, y en bola con amigos por las noches de la semana. Arriba vivían los López Mills y de alguna manera ese lugar bohemio reflejaba el estilo de la familia. Pero Coyoacán también sabía a chimichanga en Las Lupitas que te retrataba (y lo sigue haciendo) el sabor del norte cuando aún no lo conocíamos, o a mariscos en El Tiburonero de Hidalgo. Y luego presumió su espíritu europeo con Los Geranios, trattoria donde te encontrabas a los amigos, al dueño, ricas pastas y vino, cuando El Siglo, español, y El Calafia, mexicano eran lo mejorcito. Hoy La Posta, y muchos años después, ha tomado la estafeta de lo que ese pequeño espacio ofrecía.
El centro de Coyoacán te asaltaba con el olor dulce del carrito de los hot cakes y la fritura de las quesadillas; te envolvía de aires taurinos -chistorra y sopes- en lo que fue La Guadalupana donde Ramírez Heredia organizaba un concurso literario.
Me gusta cómo ha cambiado el centro de Coyoacán y sus alrededores, ofreciendo a quienes aquí vivimos sitios de encuentro, lugares para estar, compartir, mirar las jacarandas en flor y la gente pasar desde los cafés que se extienden a las banquetas. El buen café se acompaña del pan que sale de los hornos de El Beneficio, Rafaela y El Alverre. Me gusta que los domingos haya fila para esperar mesa en esos sitios (no porque me guste esperar) sino porque sé que el comienzo de Aránzazu, precisamente en la calle donde vivíamos, fue el primer ejemplo de que la pastelería y el café podían darse un mano a mano con los tamales de Pino y la cordialidad coyoacanense que produce el doble efecto de vivir en una villa pequeña y una ciudad grande, de vivir en el presente y en el pasado. Coyoacán está vivo y se inventa maneras de ser un barrio cada vez más querible donde el antojo y las posibilidades de darle gusto al gusto no dejan de sorprender.
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